viernes, 24 de abril de 2015

Vuelos termostáticos

       Suelen pasarse la mayor parte del día durmiendo. Cambian de ubicación en función de parámetros tales como dónde da el sol, el calor o el frío que acumulan los diferentes lugares y objetos, y otros más misteriosos que solo ellos conocen y que por mucho que convivan con nosotros no conseguiremos conocer nunca. Solo interrumpen su especial «ejercicio» para comer o beber, hacer sus necesidades, pelearse entre ellos y poco más. A mí, he de reconocerlo, ese modus vivendi no me hace ni pizca de gracia, más bien al contrario, me da mucha rabia. ¿Que por qué?... porque a veces en la madrugada deciden, por razones obvias, que ya está bien de dormir; entonces se ponen a combatir. Y lo malo no es esto en sí, lo malo es que lo hacen en el mismo lugar de su descanso nocturno, es decir… en nuestra cama, ajustados como solo ellos saben hacerlo sobre o junto a nuestros torsos o piernas. Al principio, ser despertados a esas horas en que vives otras vidas que sí, que son también las tuyas pero que no siempre lo son del todo, y además con esa violencia tan sorpresiva, podría ser muy traumático para nuestros algo ajados corazones, y de verdad que no es como para agradecérselo mucho, no…

       Pero la Naturaleza es sabia, ¡vaya si lo es! Hace ya unas cuantas lunas llenas, incluyendo incluso una rojo pasión muy especial, mi compañera ha accedido a una nueva fase vital que no por no deseada o esperada es más evitable, que no. Desde que ello ocurre, una nueva atracción se ha sumado a nuestros reposos nocturnos, os cuento: De buenas a primeras, cuando más sumida está en su primer sueño, al igual que nuestros dos fieras y yo, le llega un sofoco y su reacción instintiva, mientras emerge del profundo sueño, es desprenderse violentamente de toda la ropa de cama mientras su cuerpo cambia de posición casi convulsivamente. Os podéis imaginar… una consecuencia directa es que un par de negros felinos vuelan literalmente desde su posición con dirección al suelo mientras maúllan lo que sin duda son enérgicas protestas, intuyo que muy similares en su fondo porque está claro que en estas ocasiones, y solo en estas, sí están de acuerdo. Yo, me doy media vuelta e intento volver a coger el sueño. Ellos, se dan un margen de tiempo paseando sus negruras por el resto de la apagada estancia para, una vez que todo ha vuelto a la normalidad, porque el sofoco ya ha pasado y las ropas y cuerpos están otra vez en su sitio, se recolocan en sus respectivos acomodos con el sigilo que solo un felino es capaz de mantener en la oscuridad. Aunque, una cosa es cierta, ese curso natural del tiempo nos ha brindado la oportunidad de obtener una divertida revancha, aunque no por ello podamos dormir más ni mejor...

       Mi chica dice que, hace ya unos cuantos vuelos, tiene el termostato averiado…

© Patxi Hinojosa Luján
(24/04/2015)

domingo, 19 de abril de 2015

Siete de siete


       El siguiente texto es el resultado de una «Propuesta de Trabajo» que lanzara hace un tiempo en Falsaria el compañero Fernando Adrián Mitolo y en la que, finalmente, hemos participado también la compañera Susana Pons Rubio y yo.
Aquí os presentamos nuestro «Cadáver exquisito», esperamos que os guste.

***

       Aquel día no había amanecido aún, cuando, de pronto, alguien llamó al timbre varias veces. En esos momentos, yo estaba feliz viviendo otras vidas que no eran las mías, o quizá sí, no podría decirlo, y fue cuando empecé a sentir esa interacción exterior que hizo que, al final, acabara despertándome y abandonando mis fantasías. La insistencia del timbre a aquellas horas de la madrugada, no hacían presagiar nada bueno, pensé, mientras acudía a la puerta restregándome los ojos para intentar parecer más despierto de lo que realmente estaba ante mi inminente interlocutor. Pero, antes de llegar a abrir, el sonido del timbre cesó y pude oír el ruido de unos tacones que se alejaban con paso acelerado. Sólo tuve tiempo de ver por la mirilla unas elegantes piernas femeninas que, efectivamente, calzaban unos imponentes tacones, cuando desaparecían al entrar en el ascensor. Lancé un bufido —no sé si por haberme despertado o por no haber podido ver de frente a la portadora de esas piernas— y me encaminé de nuevo hacia la cama. Pero, de pronto, un ruido en el pasillo hizo que volviera con rapidez hacia la puerta. Acerqué mi ojo izquierdo a la mirilla y los vi. Ahí estaban, murmurando, aquella mujer y el vecino del piso de arriba, el dueño del pastor inglés; menudo personaje.
       Desde que me había mudado hacía seis meses, él siempre buscaba una oportunidad para entablar conversación, por cualquier cosa: que si el tiempo, que si la crisis, que si pásate a tomar una birra. ¡Qué me importaban a mí el tiempo, la crisis y sus benditas birras! El caso es que, en medio de aquel remolino de ideas sobre el vecino, vi que la rubia estaba mirando fijo hacia mi puerta —al final no era tan bonita como me habían sugerido sus piernas, más bien algo tosca— y que él hacía unos extraños gestos en el aire con los brazos. ¡Gilipollas! Al cabo de unos segundos, se despidieron con un apretón de manos y ella se metió en el ascensor. Pero antes de irse, él dibujó con su dedo índice el número siete sobre la pared y también miró hacia mí, al igual que ella, como si hubiese sabido que yo estaba observándolo todo desde detrás de la puerta. Acto seguido, se encaminó hacia las escaleras, pero en lugar de subirlas para ir a su piso, bajó por ellas. Fui corriendo hasta el salón. Era el único lugar de mi vivienda que tenía una ventana que daba a la calle. Protegido detrás de la cortina, aguardé para ver qué caminos tomaban, tanto el uno como la otra. Diez minutos después, ninguno de los dos había salido. Desconcertado, encendí un cigarrillo y, habiendo descartado la posibilidad de volver a conciliar el sueño, pensé en salir a correr. Haría un par de kilómetros y después tomaría un buen desayuno en la «Cafeta del Tino». Pero un acceso de tos me disuadió de la idea: fumar y correr no casaban bien. Por si eso no bastara, se puso a llover. Un poco, al principio; después, con furia. En ese instante, en el piso de arriba, el pastor inglés se puso a ladrar con desesperación.
       Estaba claro: mi vecino de arriba tenía mejores cosas que hacer que atender a su mascota. Como eso acabaría perturbando mi equilibrio interior, intenté aislarme de los pesados —por repetidos y potentes— ladridos, y me puse a elucubrar sobre la escena de la que acababa de ser testigo. Algo olía mal, y ahora no me estoy refiriendo a mi cuerpo, que después de una agitada y sudorosa noche demandaba una ducha urgente. Me la di y me sentí mucho mejor. Al rato, volví a oír los lamentos del pastor inglés pero ya no me incomodaban, máxime confundiéndose con el atronador chaparrón; tenía otras cosas a las que prestar atención. Así que anoté mentalmente la lista de datos y dudas que poseía hasta entonces:
·         Mi vecino, a partir de ahora el Sr. X, ni había subido a su apartamento ni había salido a la calle.
·         Tampoco lo había hecho la rubia de los tacones, porque era rubia ¿verdad? —me pregunté.
·         No sabía dónde se encontraban ninguno de los dos, ni qué pudieran estar haciendo, juntos o por separado.
·         Había tensión en fuera cual fuera el tema que trataban, aunque también acuerdo entre ambos, a juzgar por el apretón de manos.
·         El número siete significaba algo, pero, ¿qué?; yo no tenía ni idea. ¿Qué querrían de mí, un humilde trabajador del almacén de las aduanas portuarias?
·         Por último, pero no por ello menos intrigante y perturbador, algo tenía que ver yo en todo aquello, aunque no tenía la menor idea de qué podría ser. Si no, no hubieran llamado a mi puerta, ni señalado esta, ni…
       No sabría indicar muy bien para qué, pero anoté todo esto en una libreta y encendí otro cigarrillo.
       Desde ese día, dejé de verlos; pero empecé a oírlos. Y digo oírlos, sin poder arriesgar a ciencia cierta si los elementos acústicos que comenzaron a anidar en el interior de mi cabeza tenían su correspondiente correlato en la realidad. El fin de semana decidí pasarlo dentro de la casa, y no solo porque la lluvia no cesó ni un solo segundo, sino, sobre todo, porque el miedo a encontrármelos en el rellano de la escalera, en el ascensor, o en la calle, me paralizó por completo. Estaban arriba; lo presentía por los ruidos de los tacones de ella. ¿O quizás tendría que decir los de él? No sé por qué se impuso una absurda ocurrencia: él, contoneándose al ritmo de una canción de Bryan Ferry, vestido como una prostituta de burdel, maquillado de una forma exagerada y desprolija, y lanzando entrecortados grititos de colegiala en celo mientras ella, gozosa de observar el espectáculo, se masturba con la cabeza de una estatuilla de ébano cogida del estante de una biblioteca.
       Una ligera excitación se fue apoderando de mí, así que decidí llamar a Ana, la secretaria del muelle, para invitarla a cenar. Solíamos quedar de vez en cuando; no estábamos enamorados, pero lo pasábamos bien juntos. Buen sexo, sin compromisos; era lo que necesitaba. Mientras buscaba el móvil para llamarla,  me percaté de que el ruido de los tacones ya no lo oía en el piso de arriba sino que ahora sonaba más cerca, casi al otro lado de la puerta. Mi excitación desapareció y fue reemplazada por el miedo. Pude sentir que allí había algo maligno. Aun así, abrí la puerta, de golpe. Lo que vi en el rellano me paralizó: la rubia estaba tirada en el suelo, respiraba entrecortadamente y una estatuilla de ébano sobresalía de su falda.  Lo que me hizo gritar fue darme cuenta de que de la cabeza de la chica manaba sangre de forma abundante y, a su lado, un enorme número siete parecía burlarse de mí.
       Cogí el teléfono e hice la pertinente llamada. Justo al colgar lo vi claro: en el almacén del puerto yo era el encargado de uno de los muelles, el número siete, sí el siete. Y de repente me vino a la memoria, como un fugaz disparo, un hecho al que, hasta ese momento, no le había dado ninguna importancia. Resulta que el gerente de la empresa que explotaba los muelles de ese almacén, mi jefe directo, había reservado un contenedor para no sé qué gestión futura, una gestión de la que yo no me tendría que ocupar ni de la cual debía preocuparme, según dijo. Me indicó que, hasta nueva orden, no podría contar con él, por lo que descartara utilizar… ¡el contenedor número siete! Aquello no podía ser casualidad y empecé a elucubrar diferentes teorías, a cuál más macabra. Pero todas ellas acababan igual: con el Sr. X intercambiando un maletín con mi jefe, con un cadáver de pelo rubio viajando hasta quién sabe dónde, camuflado dentro de una carga que yo no prepararía ni de la que gestionaría su envío, y yo, no sé cómo, implicado en tan delictivo acto. Temblé, pero no de frío, y me encendí otro pitillo sin haber acabado el anterior. La Policía no tardaría en llegar.
***
       —Que no, Raúl, ya te he dicho que no me apetece un cine; hoy no. ¡Ay, quita al perro, hazme el favor, que me llenará la falda de pelos!
       —Bueeeno… ¡Y tú, Nerón…, venga, quita, que a “mamá” no le gusta! Oye, por cierto, que me acabo de acordar, ¿encargaste aquello para el sábado?, no te duermas, que faltan dos días.
       —No te duermas, que faltan dos días…, No te duermas, que faltan dos días…, ay, mi vida, ya está todo más que listo, ¿qué te crees? En cuanto Ana me lo dijo me puse manos a la obra. Tú ya sabes lo que me encantan estas cosas. Y más aún cuando se trata de socializar a un “rarito” como tu vecino. Al fin y al cabo es lo que hice contigo.
       —Que gilipollas que eres. Oye, ¿hablaste ya con el tipo aquel del puerto? Morato se llama, ¿verdad? Por lo del contenedor lo digo. Esperemos que no se le escape la lengua y le de pistas sobre lo que viene adentro.
       —Qué sí…, está todo controlado. Enrique no sospecha nada. Es más, al parecer está súper paranoico con lo del siete. No te imaginas la película que se armó desde que te vio hacer esa morisqueta detrás de su puerta. ¿Se puede saber de dónde sacaste esa idea?
       —Mía no fue; fue de Ana. Ya sabes con qué cosas se divierte.
       —Ya. Qué hijaputa. Será por eso que la quiero tanto.
       — ¿Qué la quieres tanto? Venga, no me hagas reír.
***
       Y esto fue ni más ni menos lo que escuché ese domingo por la tarde por la claraboya de la cocina mientras esperaba a la policía. “¡Un momento!” —me dije—. Si los que hablaban en el piso de arriba eran el tipo del perro y la rubia, ¿quién era entonces la chica que yacía en mi rellano? Una sospecha empezó a germinar en mi mente: Ana… a quien yo no había ayudado, la había dejado tirada en el suelo y después me había encerrado en casa, a la espera de la policía. Salí. La chica seguía ahí, pero ya no respiraba. Era Ana, en efecto. Quise, de alguna manera, devolverle la dignidad y le quite la estatuilla de entre las piernas. Me sorprendió lo que pesaba. Volví a entrar a mi casa con una rara intuición. En esa figura de ébano había algo; estaba seguro. Así que la rompí. En su interior había siete bolsitas de terciopelo rojo. Con manos temblorosas abrí una de ellas. Dentro había siete piedras preciosas: diamantes. Lo decidí en ese mismo momento: agarré las siete bolsas y volví a salir al rellano. Salté por encima del cuerpo de Ana y bajé corriendo las escaleras. Al salir a la calle, me crucé con una pareja de policías que se dirigían a mi edificio. No los miré.  Al doblar la esquina de mi calle, tuve claro lo que tenía que hacer. Eché a correr.
FIN
© Susana Pons Rubio, Fernando Adrián Mitolo y Patxi Hinojosa Luján

(21/03/2015)

jueves, 16 de abril de 2015

De casa en casa

       La tristeza se dibujaba en su rostro como si se tratara de la obra de cualquier reputado pintor renacentista. Se había convertido en su mayor aliada y en su mejor amiga, hasta el punto de que inundaba todo su mundo. Tanto trajín durante algunos fines de semana ya estaba empezando a cansarle. Su ingenua mente no comprendía por qué tenía que cambiar de domicilio justo cuando se acababa de adaptar de nuevo a un entorno que ya recordaba de ocasiones anteriores. Intuía que era porque ellos dos no se llevaban bien, nada bien. A él nadie le había explicado nada y, aunque lo intuía de antes, lo había deducido por esas conversaciones que, iniciadas como cuchicheos para impedir que él se enterase de lo que hablaban, tenían lugar en una casa sí y en la otra también. Y lo confirmaba porque, al final de las mismas, esos cuchicheos siempre acababan convirtiéndose en acalorados gritos que hacían que la comunicación se cortara bruscamente, se supone que por cualquiera de las dos partes. Él tenía la certeza de que el imaginario hilo telefónico unía siempre en estos casos a las mismas dos personas, que a estas alturas ya no se soportaban ni siquiera para conseguir tener una sola conversación civilizada.

       Cuando empezó este vaivén de traslados periódicos entre las dos casas, él, inocente, pensó que las discusiones se debían a que ambos reclamaban su tutela durante un mayor período de tiempo. El devenir de los acontecimientos le fue quitando poco a poco esa venda que figuradamente le cubría los ojos, ocultándole la verdadera razón de las mencionadas desavenencias familiares, expuestas con tanta claridad en esas charlas telefónicas, tan incómodas para él.

       No tardó mucho tiempo más en comprenderlo todo. Y lo que descubrió le sentó como un jarro de agua fría seguido de un mazazo en la cabeza; aunque fue mucho más impactante el golpe moral que recibió. No podía creerlo, no quería creerlo…

       En un momento de máxima lucidez, tomó una importante decisión y preparó todo para consumar su plan. No permitiría que ninguno de los dos tuviera que pasar el mal trago de tener que seguir ocupándose de él ni un solo minuto más. De entre todas sus pertenencias, todo lo que en verdad era importante y necesario le cabía en su mochila, por lo que una vez estuvo llena se la echó a la espalda. Cerró la puerta tras de sí con la firme intención de no volver a ver nunca más a ninguna de esas dos personas a las que tanto estorbaba, aquellas que, aun llevando su misma sangre, renegaban de él…

***

       El alzhéimer que padecía en su fase inicial no le impidió valorar que, con su pensión, bien podría pagarse una modesta residencia de ancianos sita en las afueras de la ciudad. Tendría que dirigirse hacia allí lo antes posible, antes de que el monstruo que empezaba a invadirle le quitara el recuerdo de esa voluntad, y esperar que aún quedara alguna plaza libre, de esas que le ofrecieron la última vez que realizó esa misma consulta…

***

       En el otro extremo de la ciudad, un hombre recibe la visita inesperada de su hermano, con el que de un tiempo a esta parte casi no se habla, si no es por teléfono y acabando a gritos. Le acaban de llamar de la residencia de ancianos anunciándole que su padre ha solicitado el ingreso por propia voluntad. La llamada era simplemente informativa. La visita, que en un principio vestía un tono incriminatorio por la negligencia del descuido en el cuidado del mayor, acaba siendo la de la reconciliación, ahora que los dos interiorizan que se han quitado de encima el lastre de tener que ocuparse de su progenitor,…

***

       … un padre que, junto a la ya fallecida madre, los tuvieron a ellos dos como moneda de cambio y de chantaje cuando, siendo aún muy niños ellos, se divorciaron de manera nada amistosa y les hicieron vivir separados, alternando dos casas que se intercambiaban cada mes, y en las que tuvieron que convivir con el reproche casi continuo...

© Patxi Hinojosa Luján
(15/04/2015)

miércoles, 15 de abril de 2015

Daño efímero


       En un principio, en términos absolutos diría que soy mayor, muy mayor; al menos así me siento en estos momentos. También es cierto que, tal y como dicen algunos entendidos, según con quién se me compare aún podría considerárseme un joven a punto de iniciar el viaje hacia su madurez. Esto sería ya en términos relativos.

       Lo sé, puede que esto no tenga mayor relevancia, pero quería poneros en situación y presentarme para informaros de que, aunque a estas alturas de mi existencia he visto y padecido mucho, demasiados cambios ya,…

       —… lo que siento ahora es diferente, y por eso me he permitido acudir a su consulta virtual. Le cuento, Doctor:

       »Desde hace unos minutos, siento como si mi cuerpo hubiera sido violentado, atacado por un ejército destructivo que en mis partes más compactas jugara con él rayendo por capricho en muchos y dispares sitios para colocar los despojos arrancados en cualquier otro, con o sin tratamiento previo; es como si esa tropa invasora quisiera cambiar mi fisonomía, incluso modificando también las trayectorias de las arterias que conducen el líquido sustentador de mi vida, mientras propaga por ellas una infección que ya siento e interiorizo, lo que me preocupa sobremanera. Y lo mismo hace en las otras partes, las más flácidas, donde el cambio es mucho menor por la complejidad que conlleva en todos los sentidos, aunque la propagación de la plaga sea similar.

       —Mientras me estaba contando todo esto, —interrumpe el Doctor, al tiempo que da una indicación gestual a un colega— me he permitido solicitar a mi equipo médico-científico-filosófico un estudio completo de todo su cuerpo, tanto de su interior como de su exterior, que parece que es el que más le preocupa, ¿no? No tardaremos en tener los resultados… Bien, aquí están, les echaré un vistazo…

       »En efecto, lo que me temía. Tengo dos noticias para usted, una mala y la otra buena, ¡lo típico, vamos! —Silencio incómodo—. Supongo que querrá que le transmita primero la mala, es lo habitual…

       »Como presumíamos, padece una infección, que podríamos etiquetar de grave. Está producida por un parásito que lleva más o menos una semana habitándole, aunque no ha sido hasta hace unos escasos minutos cuando se ha podido sentir su nociva presencia al haber derivado en una especie muy letal para todo su entorno, tanto animado como inanimado. —Continúa el silencio, esta vez interrumpido por una inesperada y figurada carraspera, por ambas partes.

       »La  buena es que, a pesar de ello, hay esperanza de que pueda superarlo. La infección es, como le he adelantado, grave, aunque el trastorno será efímero y las secuelas… escasas a medio plazo, a pesar de la gravedad inicial. Y le explico por qué: El informe indica que muchos individuos de esa especie han desarrollado un instinto destructor también para con sus congéneres, por lo que en menos de una hora se habrán extinguido debido a su propia autodestrucción, lo que creemos que acontecerá antes de que sea demasiado tarde para el mantenimiento de su integridad.


***
       El Noticiero galáctico de la Vía Láctea, ha abierto hoy con la siguiente primicia:

       «En pleno cambio desde la pubertad a la madurez del planeta Tierra, una parásita y destructiva raza, llamada humana pese a estar integrada por sus autodenominados hombres y mujeres, ha poblado su corteza invadiéndola durante algo más de una semana, y provocándole una gravísima infección en su última hora allí, antes de desaparecer como por arte de magia tal y como había llegado, por suerte antes de llegar a contaminar también a otros astros de su entorno cósmico que ya había empezado a visitar con frecuencia. Eso sí, su legado continuó en la memoria terrestre durante unas pocas horas más. Continuamos…»

       Noticia destacada del noticiario de hoy:

       «Han sido declarados desiertos tanto el primer premio como los accésits de la decimosegunda edición del concurso “Fotografíe el instante mismo del ‘Big Bang’ sin la ayuda de ‘agujeros de gusanos’”; ya está abierta la inscripción para las ediciones decimocuarta, decimoquinta, decimo…»


       Nota del autor: He intentado equiparar la vida de nuestro querido planeta (sí, para algunos querido, y mucho), a la de una persona, siempre y cuando consideráramos que el universo (el ente más antiguo que podemos examinar) fuera ya anciano. Las equivalencias extraídas de esta comparativa para los diferentes segmentos horarios son, en consecuencia, aproximados, aunque espero que clarificadores por no alejarse mucho de la lógica. Hay que tener en cuenta que se han usado los datos que a día de hoy obran en nuestro poder, a los que se les han aplicado los cálculos de una ciencia exacta como es la matemática…

© Patxi Hinojosa Luján
(15/04/2015)

miércoles, 8 de abril de 2015

Estar de guardia

       Le había tocado en suerte, y esto es un decir, realizar el servicio militar en el sur, más en concreto en Andalucía, por lo que al año largo de ausencia de su hogar había que añadirle esos calores a los que él, un chico del norte, de Galicia, no estaba acostumbrado. Aquel era un día muy caluroso incluso para esos lares, demasiado a todas luces; y, para colmo, esa tarde le tocaba guardia, su primera guardia, justo después de comer, cuando el sol castiga con más fuerza. Néstor estaba ya sudando por anticipado pensando en esas dos interminables horas que pasaría en la garita de turno, las gotas saladas le recorrían ya a discreción frente, cara, nuca, cuello y axilas; ¿aguantaría?, tenía que hacerlo, no le quedaba otra que resistir si no quería ser, para mucho tiempo, el objeto de burlas y risas de algunos crueles compañeros, los veteranos, lo que no haría sino empeorar en gran medida el estado de aflicción que su situación en aquel ambiente desconocido y hostil le producía. No le servía de consuelo, no, imaginar el impresionante aspecto que un chico joven como él ofrecería embutido en aquel traje de militar con su pulido correaje reluciendo por efecto del sol. Ni siquiera había pensado en ello, para él no tenía la menor importancia, aunque eso no le librara de la obligación de tener esos correajes tan brillantes como las botas, siempre a prueba de revista por parte de algún superior.

       Néstor iba a tener que realizar su primera guardia, como se temía, en una garita situada en plena solana frente a una de las principales arterias de la ciudad, solo transitada en esos momentos por los insensatos turistas que no eran conscientes del poderío del sol en aquella zona a esas horas, y el efecto nocivo que podría causarles, aún antes de llegar a una posible insolación. Mientras, los lugareños guardaban un prudente retiro hasta que el astro rey empezara a esconderse detrás de los edificios más altos y a perder fuerza.

       Cuando llegó el momento, ubicado en su puesto para una calurosa misión de dos horas, comprobó con asombro que él mismo era observado como si de un objetivo turístico más se tratara. Para su desgracia, los hermosos desconchones del cemento de la garita estaban situados en la parte opuesta a la calle, por lo que la imagen que proyectaba al exterior era bastante correcta. Una legión de mujeres — ¿cuántas serían?, ¡miles le parecieron a él!— osaban aproximarse hasta su posición para la fotografía de rigor, acercándosele más cada vez.

       Le llamaron mucho la atención los turistas japoneses, sin duda alguna los más respetuosos aunque los menos discretos, le parecía que algunos de ellos deberían llevar colgadas de su cuello unas veinte cámaras fotográficas, alternando su uso. Debían de haberle hecho decenas de fotos cada uno. Pero no entendía cómo podían conseguir que no se les liaran las correas de todas ellas hasta llegarse a formar un nudo imposible de deshacer.

       Por el contrario, los turistas estadounidenses resultaron ser los menos educados. Comunicándose entre sí con su curioso acento, no dudaban en acercarse a la garita hasta casi adentrarse en ella, con el consiguiente riesgo de un castigo para Néstor. A este ya se le estaba acabando la paciencia, y lo pagó un turista que se acercó demasiado para, se supone, conseguir la foto más impactante. Y se produjo el incidente. El recluta, en un movimiento habitual dentro de la garita para abarcar todos los grados posibles de visión, no pudo evitar — ¿o sí?— pisarle el pie, protegido por una escuálida sandalia, lo que provocó un fuerte alarido de dolor seguido de una salva de, se supone, improperios e insultos, mientras se apresuraba a alejarse de aquel espacio ocupado por tan primitivo ser, jurándose no volver nunca más a esa tierra tan incivilizada que se permitía dar cobijo a semejantes especímenes...

***

       —Y por episodios como este, y otros similares que también reflejan la poca clase que aún gastan en ese perdido y antiguo continente, es por lo que no procede que en el colegio os enseñen, por el momento, nada de su geografía ni de su historia, ni siquiera de su cultura —comentaba orgulloso y convencido un venerable anciano a sus nietos, mientras daba un largo sorbo de un vaso del bourbon destilado con métodos tradicionales y desde tiempos inmemoriales por su familia, en el condado de Kentucky, situado en el centro sudeste de los Estados Unidos de América. 

© Patxi Hinojosa Luján
(08/04/2015)

martes, 7 de abril de 2015

Tenía que perder peso

       El médico acabó de estudiar los resultados de los análisis que tenía en sus manos, se colocó bien las gafas para que no acabaran en la mesa después de deslizarse por su nariz y, alternando la mirada entre el paciente y su mujer, se dirigió a aquel de manera clara y enérgica:

       —Tiene usted que perder veinte kilos, de lo contrario...

       — ¿De lo contrario… qué? —interrumpió el paciente con un temblor en sus rodillas al levantarse de su asiento— ¿Se refiere a…?

       —Me temo que sí, pero, tranquilícese, eso no tiene porqué llegar si sigue unas sencillas pautas —anunció el galeno mientras jugueteaba con su bolígrafo.

       —Y estoy seguro de que ahora me las va a enumerar, ¿verdad doctor? —contestó el paciente, algo más tranquilo, volviéndose a sentar.

       —A grandes rasgos —sentenció, ajustándose el cuello de la pulcra y nívea bata— se trata de que siga una estricta dieta y de que haga ejercicio…

       Lo de la dieta, acompañado de la palabra «estricta», no le preocupaba tanto, al fin y al cabo las había probado todas, con nulo resultado, eso sí. Pero lo del ejercicio, eso le empezó a preocupar hasta el extremo de empezar a sudar. Era un sudor frío que le empezaba en la nuca y le recorría la columna. Él era enemigo mortal del ejercicio gratuito, y entendía por gratuito cualquiera que no conllevara un rendimiento inmediato y gratificante, como subir escaleras para llegar al sillón de su casa, donde se tomaría una cerveza bien fría, cuando el ascensor estaba estropeado, por poner un ejemplo.

       Y, para colmo, aquel matasanos le decía que tenía que perder… ¡nada menos que veinte kilos! Eso sería imposible, y así se lo hizo saber a su médico.

       —Nada de imposible —le rebatió aquel—, si respeta escrupulosamente la dieta indicada en el documento que le dará mi secretaria al salir y se compromete a correr diez kilómetros todos los días sin excepción durante los próximos dos años.

       ¿Diez kilómetros… todos los días… dos años…? ¿Estaba oyendo bien?

       — ¡Eso es una locura! Son… son… ¡Dios santo, 7 310 kilómetros, porque el año que viene es bisiesto! —Aprovechó la coyuntura para alardear de su habilidad mental para el cálculo—. Definitivamente, no seré capaz de lograrlo.

       —Pues debe conseguirlo, o las posibilidades que nos quedan son escasas…

       — ¿Posibilidades de…?

       — ¡Exactamente!

       Sería casi mejor que terminara todo antes de tener que sufrir semejante calvario —pensó mientras abandonaban la consulta después de despedirse de mala gana de aquel torturador.

       En la sala de espera de la consulta, la eficiente secretaria le entregó un sobre a su nombre, extrañamente preparado de antemano, mientras el doctor guiñaba un ojo de complicidad a su mujer justo antes de cerrar la puerta detrás de un nuevo paciente.

       Ya en casa, nuestro protagonista se afanaba ante un espejo de cuerpo entero en intentar verse menos mal de lo que le habían querido hacer ver. Pero ni con esas posturitas inútiles pudo suavizar su figura ni su desánimo. Estaba ante una bola de grasa que le miraba sin compasión alguna, exigiéndole un sacrificio…

       Al día siguiente, su mujer le obligó a visitar una tienda de deportes, advirtiéndole de que no volverían a casa hasta conseguir lo necesario para su inmediato salto al atletismo popular. Él obedeció sin rechistar, se sentía culpable por su desidia en cuanto al cuidado de su salud, y por la posibilidad de dejarla viuda…

       Acertaron con el tercer chándal que se probó. No era de color verde oscuro como hubiese preferido, sino amarillo chillón, el que le sentaba mejor. Y en cuanto a las zapatillas, él se hubiera comprado unas de color escarlata que le sedujeron desde el escaparate, pero acabó adquiriendo las que mejor se adaptaban a su andar, unas bicolores: rojo vivo y amarillo ocre. Sonrió al relacionar ambos colores con los de la sangre y la arena, y se sintió como si Hemingway le fuera a estar observando en su lidia con aquel cruel destino inmediato.

       Amaneció una vez más. Mientras él salió de casa disfrazado para la ocasión, ella, aprovechando que tenía al menos una hora de margen, cruzó unos mensajes de texto que borraría después de su móvil:

       —Lo has conseguido, ya ha salido a correr, ¡muchas gracias «Doc»! Me estaba empezando a preocupar su salud y había que tomar decisiones ya, aunque fuera con una «mentira piadosa».

       —No tienes que dármelas, además tenía deudas pendientes contigo: siempre me haces precio especial cuando te visito en tu establecimiento y yo lo acepto sin rechistar, ¿verdad?

       —Ya, pero tú has estado de actor de cine, tanto que ni se ha percatado de que no tuviste tiempo material para preparar su dieta personalizada y él se la llevó tan «pancho», sin sospechar nada.

       —Bueno, bueno, los amigos estamos para eso. Ya sabe, ¡a su entera disposición, señora!; —Introdujo aquí un emoticono de esos que te miran riendo— yo me he limitado a hacer mi trabajo, usted me dijo que su marido tenía que perder peso…
  
© Patxi Hinojosa Luján
(24/02/2015)

jueves, 2 de abril de 2015

Prototipos

       Alegría y tristeza. Dos sentimientos tan opuestos como humanos. Y parece que de un tiempo a esta parte no pudieras disfrutar del primero a pleno pulmón sin que la inoportuna mala leche de un perverso genio aparezca, casi siempre por la puerta de atrás, cobarde, para «obsequiarte» con la presencia del segundo, si no haciendo desaparecer aquel, como mínimo solapándolo. Vamos, ¡que llevas una rachita! Y no es que a los demás mortales no nos suceda lo mismo en alguna fase de nuestras vidas, que también, pero ¿qué quieres?, como amigo del alma que te considero, y casi también hermano pequeño más que primo, pues me preocupas, máxime en estos momentos con los acontecimientos que estás, junto con el resto de la familia, viviendo y soportando…

       Hemos compartido, pese a la diferencia de edad, muchas experiencias, tanto familiares como a nivel de colegas, y sabes, más que intuyes, que te conozco «un poco», bastante a fondo me atrevería a confesarte yo. También sabes, o deberías saber, que muchos días que no tenemos contacto me acuerdo de ti, y pienso en tus cosas, en tus problemas cotidianos, y no puedo por menos que solidarizarme contigo pensando en lo que puedas estar sufriendo por esa incomunicación paternofilial que, créeme, va a ir desapareciendo con el tiempo, aunque tú ahora no lo veas posible y lo consideres una utopía. Confía en los veteranos.

       La vida no te lo ha puesto nada fácil. Ya desde muy niño has tenido que ejercer de hermano mayor de tu hermano pequeño, pero también de aquel otro que nació casi dos años antes que tú y al que todos queremos tanto. Sí, tuviste que madurar a cámara rápida, casi a la velocidad con que te desplazabas con tu querida bicicleta, en gran medida también para compensar ese déficit de cariño maternal que, por venir de quien viene, es un factor que se convierte, al final, en trascendente y condicionante de toda la vida futura. Nada fácil, la vida ha sido una maestra severa contigo, y por ello hoy le estoy dedicando unas líneas a alguien que tiene la cabeza muy bien amueblada y los pies en el suelo, aunque en más de una ocasión, estoy seguro, quisiera aislarse por unos momentos de su mundo y volar a lugares y momentos desde los que obtener otras perspectivas con las que observar a los suyos y a sí mismo. Como tantos otros, podríamos afirmar…

       Y qué decir de tu progenitor, tampoco él ha tenido facilidades, más bien al contrario. El encargado de servir las cartas de la baraja de la vida se lució en su momento y le ha obligado a pasar por ella saltando un obstáculo ahora, esquivando otro después, hasta hoy, aún hoy… Menos mal que siempre ha tenido presente el cariño de sus hijos, y su admiración, y eso hará que nuevamente vuelva a salir victorioso de la nueva batalla en que se ve envuelto en estos momentos.

       Pero volvamos a tu persona. Nadie te ha regalado nada, todo te lo has ganado a pulso, a base de perseverancia y esfuerzo. Y trabajo. No en vano has llegado a ser el Responsable de Prototipos de tu importante empresa, puesto harto difícil de conseguir, aunque tú siempre le hayas restado importancia ante los demás. Y si has cosechado el cariño y amistad de tu entorno personal es, ni más ni menos, porque has sabido sembrar en el momento oportuno las semillas adecuadas, que para todo hay que tener clase y preparación. Con todo esto no quiero decir que no tengas manías y defectos, ¿quién no los tiene?, ¿quién no comete errores? Yo hago mía la reflexión de aquel mago del humor llamado Charles Chaplin cuando dijo: «Me gustan mis errores. No quiero renunciar a la deliciosa libertad de equivocarme». Esto, claro está, con los oportunos matices. E intuyo que tú no estarás muy lejos de lo que representa esta cita, y que según pasan los años te vas acercando más a ella, por la experiencia que te van dando los años y también, ¿por qué no decirlo?, porque ese poso nos va enseñando a todos a aceptarnos tal y como somos.

       Sabrás perdonarme, espero, pero hoy me apetecía zarandear un poco tu conciencia para que te pararas a pensar en valorarte en su justa medida, porque la autoestima está para algo más que para guardarla en un armario de la habitación de los trastos. De vez en cuando hay que ir a buscarla para hacerle unos mimos y sacarle brillo mientras recordamos su significado para que ello nos ayude a tenerla en cuenta en los momentos… digamos, difíciles.

       Seguiré ahora recordándote lo que ya hemos comentado en tantas y tantas ocasiones: ojalá que esos números impares y primos con los que jugamos conjuntamente, que salen del azar de la maquinita de turno y que son los que nos permiten cada semana soñar con que quizá esta vez sí sean los buenos, no nos aparten del verdadero objetivo de todo esto, y que no es otro que el luchar a diario para que la felicidad que con tanto esfuerzo hemos conseguido atrapar en nuestras vidas no encuentre un agujero por el que escapar. Yo confío en que, llegado un momento en el que existiera el riesgo de que esto pudiera suceder, con tu ingenio bien podrías diseñar un artefacto que lo impidiera, aunque en un principio fuera un prototipo…

       Como tú siempre sueles decir: «Nos vamos»… pero si hoy yo pudiera elegir, lo haría a algún lugar donde poder recargar las pilas después de «romper» ese bote que acumulamos cada año con las migajas con que nos engañan los responsables de esas apuestas a las que jugamos cada semana, esperanzados, soñando con esa jubilación anticipada y artificial que no acaba de llegar, en ocasiones sin pararnos a vivir con plenitud el presente, que al fin y al cabo es ese regalo que representa nuestra vida, la única e irrepetible…

       ¡Ah, se me olvidaba! Recuerda que tenemos algo pendiente. Cuando quieras nos ponemos manos a la obra y plasmamos negro sobre blanco todas esas inquietudes y sensaciones que, en forma de garabatos, se quedaron anidando en tu consciencia aquel día tan especial a la espera de ser ordenadas, o desordenadas, según lo reclamen ellas. Aunque esto es solo una clara excusa, lo sé, y tú también, el objetivo último es que me regales, una vez más, el placer de tu compañía, como lo has hecho desde que aquel día, hará ya más de treinta años, perdiste aposta esa partida de ajedrez para ganarte mi confianza, la confianza de un casi desconocido nuevo miembro de la familia, ¡pequeño bribón...!

       Para acabar, espero que si existe algún ser superior, pueda perdonarte el que seas seguidor de la Real… pero sobre todo que tenga a bien guardar el prototipo de tu persona, para que no tenga que repetir todo el proceso, es seguro que lo necesitará…

© Patxi Hinojosa Luján
(02/04/2015)